Artículo publicado en el diario Expansión el 12 de abril de 2018
La decisión del tribunal de Sleschwig-Holstein de poner en libertad condicional a Puigdemont El Prófugo, sumada a la posterior declaración de la ministra de Justicia alemana adviertiendo que podría quedar en libertad en un país libre como Alemania, en caso de no sustanciarse adecuadamente la acusación de malversación de caudales públicos que sobre él pesa, debería hacernos reflexionar acerca de cómo ha gestionado el Estado español el ataque más grave que ha sufrido nuestra joven democracia. Comparado con lo ocurrido en Cataluña durante los dos últimos años, el golpe del 23-F fue un juego de niños y buena prueba de ello es que la intentona militar de Armada, Bosch y Tejero se desmanteló en unas horas mientras que el entramado político, asociativo y mediático que protagonizó el golpe de Estado en Cataluña sigue intacto cinco meses después.
Hechos incontestables
Pocas dudas hay sobre la naturaleza de los hechos que se han producido en Cataluña durante los últimos meses y que el editorial publicado por El País el 6 de abril califica como “un proceso presidido por la coacción” que “violó la ley de forma sistemática para intentar imponer a la ciudadanía, desde la calle y desde las instituciones, una secesión unilateral, ilegal y obligatoria”. Entre los gravísimos hechos que enumera el diario figuran “derogar la Constitución y el Estatut; elevar unas leyes sediciosas votadas por medio Parlament a sustitutos de esas normas supremas; y hacerlo desobedeciendo a los tribunales y sin la concurrencia de mayoría cualificada, y por métodos que privaron a la oposición (que representa a más de la mitad de los catalanes) de sus funciones representativas y de control”.
Con independencia de su “calificación judicial”, el diario subraya el carácter violento de la intentona golpista que hizo “usos indebidos y exorbitantes de la fuerza”, mencionando expresamente “obstrucción física de la Justicia; destrucción de vehículos policiales; ocupación ilegal de carreteras; obstaculización de vías férreas con peligro para la integridad de los propios actuantes; intimidaciones y escraches contra personas, partidos y asociaciones considerados rivales o enemigos; violencia sobre objetos callejeros; y actuaciones del Govern y de la policía autonómica tendentes a facilitar algunos de esos abusos”.
Estado débil
Aunque comparto la conclusión de que “ni el tribunal alemán ni la propaganda independentistas pueden cambiar esos hechos, que son ya parte de la historia de los españoles y su lucha por mantener la democracia”, tengo más dudas de que nuestro “Estado de derecho y sus instituciones judiciales” hayan respondido adecuadamente. El golpe de Estado que se desarrolló en Cataluña entre el 6 de septiembre y el 27 de octubre de 2017 fue la culminación de un proceso de insurrección pregonado, cuidadosamente planificado y financiado con dinero público desde las instituciones de autogobierno de la Comunidad Autónoma de Cataluña que se puso en marcha tras las elecciones del 27-S sin que el Estado actuara con la firmeza y contundencia necesarias para atajarlo.
El Parlament, desde la elección de Forcadell como presidenta el 26 de octubre de 2015, y el gobierno de la Generalitat, desde que Puigdemont fue investido el 10 de enero de 2016, se convirtieron en dos instituciones dedicadas a tiempo completo a crear estructuras de Estado, a internacionalizar el conflicto y a consumar la anunciada desconexión. En coordinación casi perfecta, Sánchez, presidente de la ANC, Cuixart, presidente de Òmnium, y Lloveras, presidenta de la Asociación de de Municipios por la Independencia (AMI), se encargaron, con el apoyo de los medios de comunicación de la Generalitat, de sumar efectivos por todos los rincones de Cataluña. A las tres asociaciones se sumaron en los últimos meses los llamados ‘comités de defensa del referéndum’ que protagonizaron los enfrentamientos violentos con las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado el 1-O, y ahora se han reconvertido en ‘comités de defensa de la república’ (CDR).
Frente a la firme voluntad expresada pública y reiteradamente por Puigdemont, Junqueras, Forcadell, Sánchez, Cuixart, Lloveras y demás líderes secesionistas de saltarse leyes y sentencias, las instituciones del Estado y los Tribunales se limitaron a advertirles de los riesgos en que incurrían, y sólo intervinieron cuando la situación devino crítica y el 27-O se proclamó en el Parlament, por segunda vez, la república independiente de Cataluña. Fue sólo entonces cuando el Gobierno pidió autorización al Senado para aplicar el artículo 155, cesar el gobierno de la Generalitat y convocar nuevas elecciones al Parlament. A pesar de la gravedad de los delitos en que habían incurrido, los presuntos delincuentes pudieron escapar con toda tranquilidad a Bélgica y montar el circo mediático que estamos padeciendo desde entonces. Como el resto de la puesta en escena, la huida al extranjero formaba también parte de su estrategia para internacionalizar el ‘conflicto’ una vez proclamada la república.
A la vista de lo ocurrido desde el 27-S, se puede afirmar que el gobierno de Rajoy no ha logrado poner fin al proceso insurreccional en Cataluña. Primero, fracasó su estrategia de aproximación y apaciguamiento seguida en 2016, pues ni consiguió que los partidos secesionistas abandonaran sus planes de iniciar el proceso constituyente ni que aprobaran las leyes de desconexión (referéndum y transitoriedad jurídica) a principios de septiembre de 2017. Segundo, el Gobierno tampoco logró impedir que se celebrara la consulta el 1-O y envió a las
Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado desplazadas a Cataluña a realizar, en condiciones muy precarias, acciones que deberían haber realizado los Mozos. Tercero, los titubeos y la tardanza del Gobierno en actuar para atajar la insurrección permitió a Puigdemont y a otros golpistas escapar al extranjero y continuar desde el ‘exilio’ denigrando y desacreditando la democracia española, y alentando las esperanzas de sus seguidores.
Se equivocan quienes creen que Cataluña está hoy mejor que el 27-O. Los secesionistas siguen controlando el Parlament y muy probablemente volverán a controlar el gobierno de la Generalitat en pocas semanas. Centenares de Ayuntamientos catalanes adscritos a la AMI ondean banderas estrelladas en sus balcones y han colocado pancartas en las fachadas reclamando la libertad de los ‘presos políticos’. Las asociaciones secesionistas que han abonado las fianzas de los presuntos delincuentes continúan desarrollando su
labor propagandística con total impunidad, y los CDR están más activos que nunca. Los medios de comunicación públicos más los subvencionados por la Genealitat, desde TV3 hasta la radio y el diario local más humildes, siguen actuando como altavoces del secesionismo. Salvo dos centenares de asesores cesados tras aplicarse el 155, todo el aparato administrativo del gobierno de la Generalitat
permanece intacto y siguen vigentes las normas que impiden a los ciudadanos españoles ejercer en igualdad de condiciones sus derechos constitucionales en Cataluña.
Ante la última exhibición de cinismo de Puigdemont a la salida de la cárcel alemana, exigiendo al Gobierno la excarcelación de los ‘presos políticos’ y el inicio de un diálogo ‘político’ con los golpistas, he recordado las palabras que escribió Javier Marías cuando el
diario Gara publicó “Ortega Lara vuelve a la cárcel”, después de que el funcionario de prisiones fuera liberado por la Guardia Civil tras haber permanecido secuestrado por ETA en una celda infame durante 532 días. “Cuando el cinismo, la vileza y el escarnio llegan a tales extremos, se sabe que no hay nada que hablar. Pero entonces, ¿qué queda?”, se preguntaba Marías. Ante las vilezas de Puigdemont y demás líderes secesionistas, a los demócratas sólo nos queda exigir al Gobierno y a la escurridiza oposición más firmeza a la hora de
defender nuestra democracia porque con los golpistas “no hay nada que hablar”.